martes, 14 de febrero de 2012

Carnaval, sí; ley de sufragio, no

Carnaval, sí; ley de sufragio, no



“La vida es un carnaval”, cantaba Celia Cruz, y eso que no era argentina. De acuerdo al DRAE*, carnaval viene del italiano “carnelevare”, carne, de carne y levare, de quitar. Y la 1° acepción es: “3 días que preceden a la Cuaresma”, fechas en que los cristianos no debían comer carne. ¡Y eso que no se sabía de la futura existencia de Guillermo Moreno, un consagrado especialista en hacer desaparecer la carne!
Otra acepción del DRAE para carnaval, es: “se dice del conjunto de informalidades y fingimientos que se reprochan en una reunión o en el trato de una empresa”. Se refiere a “reunión y empresa”, no dice nada sobre nación, pero nunca se sabe. Por la razón que fuere, el lunes 20 y el martes 21 de febrero, serán feriados nacionales, determinados por la presidente.
¡Y viva el carnaval! Es bueno para el turismo. Siempre y cuando el turista no sea un arriesgado fotógrafo francés, que tuvo la osadía de pretender sacar fotos en la Plaza San Martín, a las 8 y media de la mañana, de un día laborable. Francia, perdón. En Salta el año pasada las 2 turistas y ahora esto. Francia, perdón una vez más.
Mientras Argentina se prepara para festejar el carnaval con alegría, cuestión de olvidar por unas horas que la sintonía fina del gobierno es un asalto al bolsillo, el centenario de la ley 8871, la ley del sufragio universal, la ley Sáenz Peña, la ley que encaminó al país hacia una democracia plena, plural y justa (para la época); la ley que permitió que la actual presidente lo fuera, ha sido olvidada, peor aún, ignorada por los que fabrican feriados. El voto popular tiene menos importancia que el carnaval. Es toda una definición. Una triste, pero real definición de la Argentina de hoy.
El 10 de febrero de 1912 (16 meses después de asumir) el proyecto de ley enviado al congreso por el presidente Roque Sáenz Peña, con la inestimable colaboración de su ministro del interior, Indalecio Gómez, fue aprobado. Al presentar el proyecto, Roque Sáenz Peña se dirigió a los miembros del poder legislativo con estas palabras: “He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. ¡Quiera el pueblo votar!”
Y el pueblo, quiso. Lo hizo por 1° vez en la provincia de Santa Fe el 8 de marzo de 1912, se presentaron los candidatos radicales (hasta entonces se abstenían, ya que los comicios eran abiertamente fraudulentos). Ganó la dupla Manuel Menchaca/Roberto Caballero, UCR. Le siguió Entre Ríos en 1914 y finalmente, las presidenciales a nivel nacional, el 2/4/1916, elección que ganaron cómodamente, Hipólito Yrigoyen y Pelagio Luna. Se cumplió el mandato, y en 1922 fue electo presidente Marcelo T. de Alvear con Elpidio González como vice, hasta 1928. Otra vez Yrigoyen con Enrique Martínez como vice, y el 6/9/1930, el 1° golpe militar que terminó con 14 años de institucionalidad democrática.
A partir del 30, Argentina se bambolea entre gobiernos electos y golpes de estado. De estos 100 años de la ley Sáenz Peña, 22 fueron de facto. Recién desde 1983, con sus más y sus menos, con muchos errores y sin demasiados aciertos, Argentina vive una democracia donde el voto es realmente universal (se le sumaron las mujeres con la ley 13.910 del 8/9/1948, impulsada por Eva Perón). La democracia en su real sentido, es el pueblo eligiendo a sus gobernantes por un tiempo predeterminado. A su vez, república, implica división de poderes y un irrestricto respeto por las libertades individuales. Es cierto, Argentina vive en democracia desde 1983, pero para ser una república, le falta mucho.
Volviendo a Roque Sáenz Peña y a la ley que lleva su nombre y que cambió la historia del país. Después de la Constitución Nacional, los próceres que fundaron la nación Argentina, los que le dieron base y sustento, organizaron el estado, ampliaron y consolidaron sus fronteras, todos ellos, formaban parte de una élite con profundas raíces en esta tierra de la que eran parte. Eran hombres esclarecidos, educados, con visión de futuro y decididos a construir una patria grande, rica y generosa.
Lo consiguieron. Pero, los presidentes y sus vices, formaban parte de un pequeño círculo áulico, se elegían entre parientes, amigos y ex compañeros de colegio. Todos ellos aptos, lúcidos y preparados para los puestos que iban a ocupar. Funcionó bien. Tan bien funcionó que Argentina pasó a ser la meca de infinidad de inmigrantes europeos, corridos por el hambre y la falta de oportunidades. Entonces la sociedad, cambió. Los recién llegados trabajaron, se esforzaron y exigieron el derecho a elegir a sus representantes. Chocaron con los dueños del país.
La UCR de Yrigoyen boicoteó las elecciones amañadas y se levantó en armas varias veces, exigiendo una ley electoral justa. El partido socialista (1896) de Juan B. Justo, participaba de las elecciones, (lo que le permitió obtener la 1° banca socialista de América en 1904 con Alfredo Palacios), pero también exigía una ley electoral diferente. La presión social crecía tanto como el país. Mucho. Y rápido.
Finalmente, Roque Sáenz Peña con Victorino de la Plaza como vice, asume la presidencia el 12/10/1910. Previamente había sostenido una conversación con Figueroa Alcorta, presidente saliente y otra con Hipólito Yrigoyen, virtual jefe de la oposición. Sáenz Peña le promete a Yrigoyen enviar al congreso un proyecto de ley electoral amplia y a cambio exige que la UCR se presente a elecciones y no se levante más en armas. Ambos cumplen. La palabra comprometida era sagrada. Otros tiempos, otros hombres.
Sáenz Peña formaba parte de la más rancia élite porteña, su padre había sido presidente (Luis, 1892/1895, renunció), y él había llegado a la presidencia con los acuerdos de cúpula que se acostumbraban. Aún así, fue capaz de interpretar lo que el pueblo quería y necesitaba. Para los conservadores fue una traición a su clase. Para el país fue la esperanza de integración política.
La ley 8871, del 10/2/1912, la ley del sufragio universal, secreto y obligatorio, para todos los varones argentinos mayores de 18 años, con el padrón elaborado a partir del enrolamiento al servicio militar (obligatorio, ley de Pablo Richieri, 2° presidencia de Roca), permitía elecciones limpias y plurales. Que los distintos avatares que sufrió el país a lo largo de estos 100 años no hayan permitido que Argentina ejerciera y sostuviera en el tiempo su poder de decisión en cuanto a sus mandatarios y representantes, es una falla de la sociedad, no de la ley.
Lo que quizás le faltó a la ley, fue un anexo que estableciera que ilustrar al soberano, era una obligación previa a cualquiera otra ley; cuestión que el pueblo, cada día más y mejor educado, tuviese las armas necesarias para elegir en libertad, sin presiones de propagandas populistas y promesas incumplibles. Sáenz Peña dijo, “¡quiera el pueblo votar!, debió añadir, “¡sepa el pueblo votar!”
Un pueblo educado, piensa su voto. Un pueblo educado, elige mirando el futuro. Martínez Estrada decía que, “si el caballo piensa, se acabó la equitación”. A pesar de la ley Sáenz Peña, la equitación en Argentina se practica con éxito.
Cien años de ley de sufragio universal no ameritaron de parte del gobierno ni siquiera una simple mención. Mientras que al carnaval le consagra dos días feriados, ¡dos!, cuestión de aturdirnos con máscaras, disfraces, serpentina y papel picado. ¡Pobre Argentina!
  • DRAE, Diccionario de la Real Academia Española

Ajuste mata relato

Ajuste mata relato

El excluyente protagonismo que ha ganado la palabra subsidios en la semántica corriente, tanto como el creciente espacio que la cuestión de las tarifas públicas ha pasado a ocupar en la comunicación oficial -desplazando a “las buenas noticias” que mitigaban eventuales amarguras futbolísticas- confirman que la dinámica de los procesos macroeconómicos es inexorable y que, más tarde o más temprano, las restricciones devienen operativas. Apelando a una “metáfora nominativa” -ajustada al lenguaje alambicado de los filósofos rentados de Carta Abierta- podría decirse que la estampita del paraíso “K” se empieza a desteñir.
Más allá de las piruetas dialécticas -lo de “Juanpi” Schiavi esquivando la palabra maldita fue antológico- o de la retórica rupestre de De Vido -definitivamente menos dotado en ese sentido-, es inocultable que el tema produce una suerte de reacción alérgica, como si se tratara de una peligrosa bacteria invadiendo el articulado organismo del “relato”, y dispara una indisimulable desorientación en el discurso. Pareciera que el indiscutible talento creativo de reconocida eficacia para comunicar la abundancia, no atina a encontrar los modos, a la hora de tener que vender la escasez. No es un tema menor. Convendrá monitorearlo, porque asoma como una sensible vulnerabilidad estratégica.
El primer fallido fue el impresionante despliegue publicitario, orientado a revestir de cruzada moral el inevitable aumento de las tarifas de los servicios públicos domiciliarios. El reclutamiento de un dream team de “famosos”, devenidos en espontáneo “club de dadores voluntarios de ética”, no conmovió a sus fans, logrando apenas dos renuncias voluntarias por cada mil apelaciones.
Aún no repuestos del fiasco anterior, se lanzó el culebrón de la tarjeta SUBE -hoy en pantalla-, instrumento en uso en el mundo desde hace un cuarto de siglo, vendido como “cutting-edge” en nuestro país, y que ofrece variadas aristas para la reflexión. Empezando por la referencia a la alta conflictividad potencial contenida en los problemas del transporte público, que remite -reconociendo las oceánicas diferencias- al Caracazo de 1989, o a la Crisis del Transantiago de 2007, ambos episodios ocurridos, curiosamente, en el mes de febrero.
Un abordaje desde lo general a lo particular, no puede omitir la llamativa naturalidad con que se procesa desaprensivamente una política pública arbitrariamente discriminatoria. La cuestión pone al desnudo que vivir en el AMBA nos hace acreedores al privilegio de recibir una ayuda del Estado, diez veces mayor que la que merecen, por el mismo concepto, nuestros compatriotas que eligieron residir en otro rincón de nuestra geografía.
Por otra parte, la pueril argumentación oficial ofende la inteligencia ciudadana. Su propia formulación constituye una flagrante contradicción en sus términos, ya que su promovida masividad atenta contra el propósito declamado de ser un instrumento para introducir racionalidad en la asignación de beneficios sociales. De un lado, porque el medio de pago de un servicio mal podría ser un adecuado atributo de elegibilidad para acceder a un subsidio; por el otro, porque la promesa oficial de beneficiar a todos los tenedores de la tarjeta, es fácticamente inconsistente con la imperiosa necesidad de reducir, en alguna porción significativa, la sangría que representan para el Tesoro los $ 19.000 M que demanda atender el subsidio.