martes, 16 de agosto de 2011

Sin explicaciones

Después de las elecciones Porteñas y de Santa Fe -en otro artículo- sinteticé una opinión respecto de los resultados: el único dueño de los votos es el pueblo, único soberano que no tiene que rendirle cuentas a nadie de su comportamiento en las urnas.
En aquella ocasión aludía fundamentalmente a las quejas de un kirchnerismo molesto por la elección que hizo la gente en esos distritos. Hoy -en otro contexto- exactamente lo mismo se aplica a los distintos sectores que componen la oposición.
Cristina Fernández de Kirchner no sólo ganó. Abrumó. Y este hecho no puede ser desconocido ni menguado, aunque nuevamente haya provocado el desconcierto de políticos, encuestadores, analistas y -en este caso- hasta del propio kirchnerismo que esperaba, cuando más, llegar al 45%.
Es lo que ocurrió. Así es como se comportó el pueblo. Así es como votó; y el resultado obtenido es el único que vale, al menos en democracia. Y la legitimación que deviene de ese resultado no puede ser banalizada ni cuestionada, aún cuando en la intimidad de cada partido se entremezclen una infinidad de sentimientos, especulaciones, rencores o cualquier otra cosa.
Tal vez para el oficialismo esto pueda significar la oportunidad de exaltar al máximo la creencia de que ha sabido satisfacer la mayor parte de la demanda social. No interesa. Sea cierto o no, el soberano volvió a apostar a su favor.
Y tal vez para la oposición, el comportamiento de la sociedad en las urnas le haya dejado un sabor tan amargo que sientan que el pueblo es un ingrato. Tampoco importa. Lo único cierto es que la mitad del país les dijo que no.
Dicho esto, hay algunas enseñanzas -pareciera- que deberían ser atendidas por todos, pero especialmente por los que militan en cualquier fuerza política.
En primer lugar, cualquier análisis que intente explicar el comportamiento electoral será, con suerte, apenas una mera aproximación. Y si alguien pretendiera constituirse en idóneo intérprete del electorado, detentaría una posición tan altiva que rondaría la ridiculez.
Queda, sí, la tarea de descubrir y analizar los “signos”que -a modo de rastro- el pueblo haya ido dejando a lo largo de los últimos meses o años.
Y es que -normalmente- la “decisión explícita” que el ciudadano manifiesta cuando vota por un candidato en particular, fue primero un“conjunto de insinuaciones o gestos”, con los que trató de expresar sus prioridades y pretensiones reales para los tiempos futuros, quedándose a la espera de que la oferta electoral incluyera la respuesta que necesitaba. Desentrañar esos signos es tarea del político si pretende llegar a algo. Es tratar de entender los códigos de la gente y no pretender que el pueblo entienda los códigos políticos.
En segundo lugar -y esto más para nosotros, ciudadanos- si es cierto que nos molesta y hartan las peleas, cruces, especulaciones, mentiras, maquinaciones y descalificaciones que observamos en muchos de los políticos que nos representan, tal vez tengamos el desafío de bajar un cambio, serenarnos un poco y continuar, tratando de no contagiarnos...
La política (como el deporte) tiene una gran capacidad de generar pasiones. Pero las pasiones extremas pueden dividir a un pueblo. Un ejemplo ínfimo: esta mañana vi -por casualidad- cómo dos vecinos, amigos de años pero de signos partidarios distintos, llegaron a las manos por los resultados de los comicios. No es razonable, y es una lástima.
Muchos gobernantes han pasado. Muchos pasarán en el futuro. Pero, finalmente, siempre quedamos los mismos: nosotros, con nuestros muertos a quienes ya despedimos, con nuestros enfermos a quienes cuidamos, y con nuestros hijos a quienes criamos y educamos...

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