martes, 20 de septiembre de 2011

EL VOTO VERDE ARGENTINO

EL VOTO VERDE ARGENTINO

“Hay un tiempo en que es necesario dejar las ropas usadas
que adoptaron la forma de nuestro cuerpo,
y en el que debemos olvidar los caminos
que nos han llevado a los mismos lugares.
Es ahora el tiempo de la travesía, y si no nos animamos,
habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos.”
Fernando Pessoa

Imaginemos un remoto país donde un club de fútbol con un pasado glorioso pierde la categoría como culminación de una prolongada acumulación de desatinos institucionales y deportivos, conmoción que hace estallar de ira a sus simpatizantes, que canalizan su frustración protagonizando bochornosos actos de vandalismo. Imaginemos ahora que, cuando las sombras del desencanto amenazan con sepultarlo todo, un mecenas chino, consternado por la conmovedora tristeza de su pequeño hijo, quien -globalización mediante- ha adquirido una tan inexplicable como entrañable adoración por los colores del equipo en desgracia, decide alquilar el plantel completo del Barça -cuerpo técnico incluido- y ponerlo a disposición de las flamantes autoridades del sufriente club -surgidas a consecuencia de la crisis- a fin de contribuir a revertir el colapso deportivo. Como era de prever, los resultados no se hacen esperar, y rápidamente encaminan al equipo a una fulminante consagración. La natural euforia de sus simpatizantes acompaña incondicionalmente la gestión de la nueva conducción, que al amparo del ciego fervor deportivo, se entrega a una bacanal de negociados, fraudes y tropelías varias, que comprometen severamente el futuro patrimonial e institucional de la entidad. No resulta difícil imaginar el demoledor respaldo electoral que obtendría una apelación a la continuidad de la deportivamente exitosa gestión, con independencia de lo circunstanciales o aleatorios que hayan sido los resultados deportivos, así como de la previsible devastación institucional sobreviniente.
Este módico ejercicio de realismo mágico alcanza para iluminar la sobredosis de republicanismo ingenuo con que el voluntarismo de muchos fantaseó embellecer el previsible comportamiento electoral de la ciudadanía, el pasado 14 de agosto; en mi caso particular, renegando aún de mis propios dichos de apenas sesenta días antes.
La innegable contribución de la oposición se materializó a través de su incapacidad de construir un vector con aptitud de concentrar el rechazo al régimen. Sobre la decisiva importancia del vehículo, permítaseme intentar un conjetural ejercicio contrafáctico: Un Carlos Menem ganador de la interna que le negó Eduardo Duhalde en 2003 hubiera estado en capacidad de sortear la masiva impugnación que lo llevó a desertar de la segunda vuelta, y el kirchnerismo, en ese caso, seguiría confinado a los límites de su feudo patagónico.
La prematura definición de la contienda electoral parece haber instalado un microclima que guarda cierta lejana similitud -salvando evidentes diferencias de escala- con el prevaleciente luego de la implosión de la URSS. Esta versión minimalista de un “fin de la historia” vernáculo, anticipa una pretendida unipolaridad política a partir de la abrumadora hegemonía del canon oficialista. Los primeros movimientos confirman esa presunción. La proyectada contundencia del resultado excita los reflejos borocotizantes latentes en una oposición de baja intensidad, y la avidez del empresariado cortesano empuja la cotización de los reclinatorios de Olivos. Ese primitivismo implícito en un futuro monocolor no hace sino prever una aún mayor laxitud de las reglas que limitan el ejercicio del poder. Sólo un irreductible optimismo permite fantasear con la emergencia de un potencial clivaje federalismo-centralismo, como respuesta de transición al agotamiento del esquema oficialismo-oposición, clásico eje ordenador del debate político.
Este populismo posmoderno, que ha sabido conectar tan hábilmente con el entramado ideológico del “sistema de los objetos”, a través de la exaltación del consumo y la gratificación inmediata, no está exento, sin embargo, del riesgo de ser devorado por su propio espejismo. La profecía de Fukuyama no sobrevivió a la realidad. En términos asimilables, nuestra propia historia registra paradójicos respaldos electorales inapelables -que parecieron fundacionales en su momento- a modelos cuya caducidad estaba anunciada. La verificación de su previsible colapso resintió luego el apoyo ciudadano, o lo mutó directamente en súbito repudio.
Así como suele aceptarse que los mercados descuentan en sus decisiones presentes los escenarios proyectados, por el contrario, las razones profundas del voto ciudadano suelen estar vinculadas fuertemente con la percepción del presente, y si alguna asociación temporal reconocen, ésta tiene que ver con el pasado inmediato. En ese sentido, cabe apreciar el acierto del discurso oficial, que con la consolidada letanía del “infierno” de 2001/2002, ha sabido mantener vivo en la conciencia popular, el parangón con la peor circunstancia de nuestros últimos cien años.
Vale recordar que a sólo tres meses de su plebiscitaria reelección de 1951, el General Perón asumió con realismo el fin de la fiesta consumista, momento que se reconoce como un quiebre que alumbró un tiempo de creciente desencanto de su base electoral menos ideologizada. De referencia inevitable, y a pesar de las consecuencias sideralmente distintas, la caída de Fernando de la Rúa comparte, sin embargo, una misma matriz histórica que muestra reiteradamente que a menudo, paradójicamente, lo que aparece como inesperado sólo torna manifiesto lo obvio.
El paralelo con 1999 resulta insoslayable; la convertibilidad acusaba inocultables señales de agotamiento, pero la insípida apelación del discurso de la Alianza contaba con el inestimable refuerzo de la imagen del drama de la hiperinflación, aún vigente en la memoria colectiva. Esa fuerte identificación empezó a mostrar su precariedad apenas diez meses después, cuando entre octubre y noviembre de 2000 se fugaron más del 2,5% de los depósitos del sistema bancario, iniciando la lenta agonía de aquel gobierno. El resto es historia.
Asistimos por estos días a un nuevo episodio de la saga que documenta nuestro reiterado vínculo fetichista con el dólar. Si bien ya constituye un clásico, la empinada vocación compradora preelectoral presenta en este caso la curiosa singularidad de haberse excitado, paradójicamente, con la desaparición de la incertidumbre acerca de quién será el inquilino de Balcarce 50 por los próximos cuatro años. Esa suerte de “voto verde” podría encubrir algún parentesco con el oxímoron que expresa una sociedad declaradamente pro-estatista, pero cuyos sectores más humildes reniegan crecientemente de la enseñanza estatal gratuita, o prescinden del transporte ferroviario subsidiado, a favor de alternativas privadas más onerosas. La soberbia oficial podría estar confundiendo una regla de validez con el criterio de verdad. Algo así como imaginar que el apoyo electoral convierte mágicamente en verdadero al IPC del INDEC.
En otras latitudes, el “voto verde” remite a los “globalofóbicos”,una suerte de luditas del Siglo XXI. La peculiaridad argentina, una vez más en las antípodas, revela que en estas playas, en cambio, constituye un intento de procurarse un salvoconducto que habilite la conexión con el mundo, a resguardo de la declarada intención depredadora del modelo confiscatorio centralista de matriz parasitaria.
Al ritmo actual de fuga de capitales de u$s 3.000 M mensuales, nos encaminamos a terminar el año con una caída de reservas de u$s 10.000 M. En estas condiciones, mantener el nivel de actividad haciendo Política Monetaria expansiva, importa el riesgo de activar el peligroso ciclo emisión-fuga-emisión. El escenario relativiza la trascendencia del 23.10 como episodio terminal. La economía no es borocotizable y tiene su propia dinámica, que no siempre sincroniza con los calendarios de la política.

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