lunes, 1 de agosto de 2011

El discurso de la intolerancia

El jusfilósofo Ernesto Garzón Valdés ha especulado en torno a la idea de tolerancia:
¿Hasta qué punto está justificado que impongamos nuestras propias normas de vida a los demás? ¿Cuáles son los actos de los otros que atentan contra esas normas y que, sin embargo, debemos tolerar, esto es, no prohibir? (1)
Acerca de la tolerancia, de manera clarificante se indicó que: “La verdadera tolerancia no es mera permisividad, dictada por el afán de garantizar una mínima convivencia; no implica indiferencia ante la verdad y los valores; no supone aceptar que cada uno tiene su verdad y su forma propia de pensar por el hecho de pertenecer a una generación o a otra; no se reduce a afirmar que se respetan las opiniones ajenas, aunque no se les preste la menor atención. El que se proclama respetuoso con otra persona pero no le presta la atención necesaria para descubrir la parte de verdad que pueda tener no es tolerante; es indiferente, lo que supone una actitud bien distinta […] Por tolerancia se entiende respetaral otro, pero no en sentido de indiferenciasino de estima. Yo te estimo como un ser capaz de tomar iniciativas, aportarme algo valioso, buscar conmigo la verdad”. (2)
Hablar de tolerancia, reconduce a la noción de diálogo presupone una actitud abierta a la posible verdad que el otro pueda ofrecerme, sin que ello signifique necesariamente abandonar mis propias convicciones. Significa sopesar las distintas razones que uno y otro aportan a la discusión. En cambio, la disputa implica que cada uno se aferra obcecadamente a sus propias convicciones, sin abrirse a la posibilidad de que el otro pueda tener razón en algo.
Como se ve, la tolerancia, no es un acto individual, sino que implica -en todo momento- un diálogo: una relación de cuanto menos dos sujetos.
De inmediato, impacta otra cuestión en torno a esto: la justificación de la tolerancia en el plano interpersonal implica que la democracia, en cuanto institucionalización de la tolerancia recíproca, es el único sistema político que puede aspirar a ser legítimo.
La intolerancia, a contrario sensu, es antidemocrática. Presupone un acto de autoritarismo ideológico-discursivo. Procura imponer una tesis sin diálogo: va en pos de vencer, no de convencer.
“La intolerancia más peligrosa es siempre la que nace, en ausencia de toda doctrina, de las pulsiones elementales, y es precisamente por eso por lo que es difícil teorizar y rebatirla a través de argumentos racionales”. (3)
Ejemplos de esta intolerancia es lo que estamos viendo en algunos discursos recientes.
Así, el cantante rosarino Fito Páez sostenía en el matutino Página 12: “a la mitad de los porteños le gusta tener el bolsillo lleno, a costa de qué, no importa”,agregando: “lo que esa mitad está siendo o en lo que se está transformando, cada vez con más vehemencia desde hace unas décadas, repugna”, titulaba su aserto: “Da asco la mitad de Buenos Aires”.
El pseudo historiador Norberto Galasso en cadena BA titulaba un editorial: “Carta abierta a Fito Páez: ‘No me da ese asco ese 47%. Me da pena’”, y escribía, dirigiéndose en primera persona, que entendía a Fito Páez, pero que no se equivocara, no había que agredir a esa mitad de la Capital Federal, sino convencerla de su error. Aún peor, por lo menos Páez atacaba genuinamente. La intolerancia aquí se encubría bajo eufemismos.
Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, ante la buena performance electoral del candidato del pro en la provincia de Santa Fe, el humorista Miguel del Sel, para La Nación, decía que este último importaba “un vaciamiento completo de la palabra política”, pero iba más allá al indicar que “Estamos ante una situación que supone una emergencia política, social y cognoscitiva”, de lo que claramente se extrae que los votantes macristas precisan una reeducación feroz por sus falencias de entendimiento político. Esto y sostener la sonsera del elector es lo mismo. Días antes, en Página 12, el mentado director de la Biblioteca Nacional expresaba en una larga columna repleta de adjetivos calificativos impropios de la representación pública que ostenta que “gana el macrismo con una vulgaridad sutil”, pero convoca a “adentrarse en el espíritu de la ciudad, indagar aún más esa médula pertinaz de la urbe ensimismada, con un machismo popular amasado en miedos harapientos que habrá que interrogar con más eficacia argumental”.
En una parodia de amplitud ante las diversas opiniones y de prototolerancia, el programa 678, en un editorial estructurado con cortes y recuadros y una voz en off sostenía: “Es tan respetable el 47% que votó a Macri, como Fito Páez y tantos otros que opinaron sobre los comicios. Debemos señalar que las expresiones de Fito son en el contexto de un editorial de una página que tiene una construcción y una argumentación, intencionalmente omitida por los detractores al servicio de Macri…”.
Héctor Timerman, más preocupado por el Twitter que por cubrir sus funciones, señalaba en uno de sus mensajes de opinión a través de la mencionada red social: “La columna de Morales Solá de hoy es la primera vez que leo a un periodista imitando el estilo de Corín Tellado. ¿Heredero de Alberto Migré?”
Ejemplos como estos proliferan en la cotidianeidad Argentina. Es inadmisible en una sociedad democrática (que para ser tal presupone la interacción tolerante) que un grupo o facción intente silenciar a otro en forma violenta por no coincidir con su opinión o por responder a otra línea política. No es posible convivir en un permanente ambiente de guerra. La Argentina, desde 2003, se encuentra inmersa en la revancha y el odio. Hace ya algunos años Carlos Menem instauraba un slogan que el resto de los dirigentes de nuestro país utilizaron sin distinguir banderías políticas: “Voy a ser el presidente de todos los argentinos”; es interesante destacar que aquel presidente surgido del riñón peronista, advertía claramente que votantes y contrarios dependían igualmente de él.
Quien dirige hoy día los destinos de esta gran nación, haría bien en recordar que no gobierna para una fracción o un sector determinado y que, en lugar de insistir en convocar a los fantasmas del resentimiento, debe forjarse la unidad nacional sobre la agenda de necesidades y pretensiones mutuas.
Vicente Gonzalo Massot señalaba que: “La meta totalitaria-poco importa que, a la
larga, los distintos totalitarismos históricos hayan renunciado a su consecución- supone el control de los cuerpos y las almas, de los movimientos y pensamientos de las gentes… si había algo que la ideología no podía avasallar era el pensamiento íntimo de las personas y las lealtades que del mismo se derivaba…”
Debe tenerse especial cuidado, entonces, en evitar calificar de autoritarios a los contrarios, por el mero hecho de no compartir el discurso de quien gobierna coyunturalmente; y, paralelamente, practicar políticas hegemónicas y homogeneizantes.

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